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viernes, 4 de septiembre de 2015

Lyme Regis y sus tesoros petrificados

Ammonites del Museo de Lyme Regis


Imagina a un grupo de veraneantes, un día de agosto, en una playa. Nada raro ¿verdad? Pero ahora imagínatelos dichosos martilleando rocas y buscando fósiles durante la marea baja.

Fue a esta curiosa estampa a la que arrastré a mi familia y a unos amigos, durante unas horas de las ya finalizadas vacaciones.

A algunos de mis acompañantes les pareció inverosímil lo que vieron. Y eso que sabían que yo iba equipada con un martillo (no voy a especular sobre lo que debieron pensar cuando se enteraron de que iba a la playa con esta herramienta). Pero para mí fue una pequeña oportunidad de buscar por mi misma las pruebas de un pasado en un mundo muy diferente al actual. En concreto el de hace unos 185 millones de años. La vida que hubo en ese momento la encontramos petrificada en tumbas de piedra. En estos estratos no encontramos humanos fosilizados, sino unos seres muy diferentes. Son de un pasado mucho más remoto que la gran mayoría de nuestros ancestros.
Farola de Lyme Regis
           Entrada Museo

El lugar al que fui es Lyme Regis, un encantador pueblecito de la Costa Jurásica del sur de Inglaterra, donde algunas de sus farolas tienen forma de ammonites y su pequeño museo te recibe embaldosado con los fósiles de estos extintos seres. Es un icono de la paleontología.

Retrato de Mary Anning, paleontóloga inglesa, con su perro Try y el afloramiento Golden Cap al fondo. Museo de Historia Natural de Londres, Reino Unido. La obra era propiedad de su hermano Joseph y fue cedida al museo en 1935 por Annette Anning.
Retrato de Mary Anning
Así que me dirigí con mi martillo desde el Museo de Lyme Regis, que se encuentra en la misma ubicación donde estuvo la casa de Mary Anning, hasta el fabuloso Black Ven, un acantilado que es famoso por sus desprendimientos de tierras que revelan, poco a poco, un pasado asombroso. De esta forma hice el mismo recorrido que hizo miles de veces esta humilde y a la vez gran mujer.

He intentado ponerme en el lugar de Mary Anning y he de reconocer que he fracasado. Me cuesta mucho entender la discriminación que tuvo que soportar por el hecho de ser mujer, a lo que se añadió el agravante de ser de clase baja, en la Inglaterra del siglo XIX. Y pese a esto logró el respeto de algunos caballeros geólogos y paleontólogos contemporáneos, y se creó un pequeño lugar en la historia de la ciencia. Y eso fue y es una gran hazaña.

Me pregunto cuánto podría haber hecho Mary Anning con la tenacidad que demostró como autodidacta científica y paleontóloga, si le hubieran dado más oportunidades. Pero, los engreídos caballeros científicos de la época, limitaron su cometido a proveerlos de increíbles fósiles (destacando sus ictiosaurios y plesiosaurios), identificarlos (como la gran experta en que se convirtió), limpiarlos y montarlos con fidelidad científica para su presentación al mundo. En muchos casos ni siquiera la citaron como descubridora de esos fósiles, ni tan solo cuando estos aparecieron en artículos académicos.

En las playas de Lyme Regis, en concreto en Black Ven, que es donde llevé a mis acompañantes en la visita relámpago que realizamos, es fácil encontrar fósiles, sobre todo de ammonites. Eso lo convierte en un lugar muy especial, y es que además las autoridades permiten recoger los fósiles desprendidos de las rocas y  también lo promueven. Solo piden que se sigan unas sencillas normas. Aunque, mi “equipo de paleontólogos” ;) y yo, únicamente logramos encontrar tres huellas de estos cefalópodos marinos del mesozoico (que son parecidos a sus primos, los actuales nautilus). Pero aun así, me fui feliz con los tesoros encontrados.
Tres huellas parciales de ammonites

A la izquierda podéis ver las tres piedras con las huellas parciales, que dejaron unos fósiles de ammonites al desprenderse de la roca, y que fue lo que pudimos encontrar en la playa de Lyme Regis. Es decir, encontramos partes de sus tumbas. La mayor de ellas la descubrió una amiga, que me vió con tanta ilusión por encontrar algo, que me la regaló (vielen dank Montse! :*). La más pequeña la encontró mi hijo y la mediana la encontré yo. Y el euro solo lo he puesto para que tengáis una idea del tamaño (fue una lástima, pero no encontramos monedas ;P).

Además de ser huellas parciales, están muy desgastadas y no tienen ningún valor científico, aunque no por ello dejan de ser maravillosas.

Adoro a los fósiles de ammonites por varias razones. La más pueril es que con sus hipnóticas espirales logarítmicas, como si se trataran de serpientes enroscadas, decoradas con rayas y con la punta de la cola en el centro; me resultan unos seres inertes enormemente hermosos.

Pero esta predilección por este tipo de espiral, la logarítmica, no es solo cosa mía, pues, la también llamada equiangular, geométrica o de crecimiento; ha cautivado a toda clase de artistas y también a matemáticos, como fue el caso de Descartes y Torricelli. Aunque uno de sus mayores admiradores fue el también matemático Jakob Bernoulli que, en los albores del siglo XVIII, le dedicó un libro donde la llamó Spira Mirabiles (la espiral maravillosa), y dejó escrito que dicha línea curva fuese grabada sobre su tumba. Pero por un error de los canteros, finalmente, se le inscribió en la lápida una espiral de Arquímedes. En la siguiente imagen se puede observar lo que las diferencia.
En las espirales logarítmicas (como las que se dibujan en los ammonites y fascinaron a Bernoulli) las distancias entre sus brazos se incrementan en progresión geométrica, mientras, que en la de Arquímedes, estas distancias son constantes.
Aunque hay otra razón más objetiva para mi adoración. Y es que los fósiles de ammonites son una abundante representación de una época completamente desaparecida. Convivieron con los célebres y aparentemente aterradores dinosaurios, y se extinguieron en la misma catástrofe mundial (con la excepción de las aves, que son los únicos descendientes de estos "lagartos terribles").

Esta gran extinción masiva, la del Cretácico-Terciario (de hace unos 65 millones de años), en la que cerca del 76% de las especies desaparecieron, no ha sido la única que se ha producido en nuestro planeta, aunque sí ha sido la última (hasta ahora).

Desde la explosión cámbrica (hace entre 530 y 542 millones de años, y que consistió en la rápida aparición de la biodiversidad, y donde en el registro fósil encontramos por primera vez los patrones y morfologías básicas que más adelante formarían la base de la mayoría de los animales modernos) se han detectado cinco grandes extinciones masivas. Lo que encuentro apasionante y escalofriante a partes iguales.

Me imagino esos tiempos remotos como los infiernos de muchas pesadillas. Pues fueron unos apocalipsis en toda regla para la gran mayoría de las especies que tuvieron la mala suerte de vivir esas difíciles circunstancias. Las más destructivas fueron las tres primeras: las extinciones del Ordovícico-Silúrico con un 85% de las especies extintas, la del Devónico-Carbonífero con un 82% y la del Pérmico-Triásico con un 96% (en esta no faltó mucho para que desaparecieran todos los géneros biológicos). Y en las dos últimas, la del Triásico-Jurásico y la del Cretácico-Terciario (aunque no tuvieron nada que ver ni en sus duraciones, ni en lo que las provocaron) coinciden en el porcentaje aproximado con un 76% de extinciones.

Playa de Lyme Regis el 18 de agosto de 2015
Un dato importante sobre estas catástrofes (todas las extinciones, pero en mayor medida las masivas) es que han sido un potente generador de cambio en el marco de la evolución de las especies. Es decir, que para que muchos de los seres que viven actualmente en este planeta (en especial la vida compleja) aparecieran, fue necesario que desaparecieran otras muchas que dominaron durante millones de años este mundo. La muerte es necesaria para la vida. Y esto también es cierto a nivel de especie.

Pero volvamos a Lyme Regis, pues me queda por contar la utilidad que tuvo lo de llevar un martillo a su playa. Porque, aunque sirvió para sentirme integrada armonizando (y no lo digo por el ruido que hacíamos) con los demás veraneantes y pasárnoslo genial dando golpes a las rocas, ninguna de estas resultó la tumba de un ser extinto. 

Espero que alguno de los turistas reunidos bajo el acantilado haya tenido mejor suerte con esta herramienta. Si no fue así (tal vez) debería plantearme que algo de razón tuvieron algunos de mis acompañantes al insinuar que había algo de locura colectiva en el espectáculo que dábamos… Aunque, pensándolo bien, lo que pasa es que somos unos incomprendidos.